Desde que tenemos consciencia buscamos nuestra identidad. La pregunta “¿Quién soy?” se presenta en nuestras vidas en un momento u otro, llevándonos a respuestas que, aunque aparentemente sólidas y definitivas, siempre se acaban tornando cambiantes y escurridizas.
El maestro hindú Ramana Maharshi propone un interesante ejercicio en el que nos invita a hacernos esa pregunta una y otra vez, permitiéndonos profundizar en ella, tratando de llegar a algo definitivo… Solemos identificarnos con el sexo, la edad, nuestra nacionalidad, profesión, estado civil…quizá nombremos características físicas que nos parezcan definir en ese momento, quizá también definamos nuestro carácter o personalidad, compromiso o afiliación a algo, o a alguien, nuestra desvinculación con algo o con alguien…A medida que vas buceando en la búsqueda conectas con la leve insatisfacción de cada respuesta…”Soy hija, …y soy madre…y abuela”, “una vez me definía como joven, ahora soy anciana”, “ayer fui estudiante, hoy soy abogada, y también ama de casa…” “era dulce y comprensiva, hoy me muestro terca y áspera”… Y sin embargo, en todas esas ocasiones y circunstancias podría decir que seguía siendo yo. Entonces ¿Quién soy en realidad? ¿Qué es lo que se mantiene inalterable como “yo”, aquello que no ha cambiado a pesar de todos los cambios?
Si yo miro mi jardín en verano y lo comparo con la visión que tengo de él en invierno, apenas puedo encontrar nada igual, ni su color, ni su aroma, brillo, densidad… En realidad sólo permanece el espacio que lo contiene…como ocurre en mí…
Lo único que permanece es una especie de espacio-vacío que atestigua las formas e identidades cambiantes que contiene, un espacio donde ocurren las distintas “identidades” necesarias para vivir como ser humano. A veces nos fundimos e identificamos con alguna de ellas y es ahí donde comienza nuestro sufrimiento, porque basamos toda nuestra existencia o identidad sobre una o un puñado de ellas, de algún modo nos enquistamos en alguna etiqueta creyendo por un momento la ilusión de que es sólida y permanente, limitando así nuestra capacidad de Ser.
Cualquier identidad o forma pasa a través nuestro como la brisa por nuestro cabello, por ello sólo podemos sostenerla con la misma ligereza que sostendríamos una mariposa en nuestro dedo.
Observamos entonces dos dimensiones: una horizontal, que tiene que ver con el mundo y las formas, objetos y circunstancias cambiantes y nos define sólo a través de la forma particular que se manifiesta en ese momento. Y otra vertical, trascendente, que nos conecta con la profundidad interior, con lo divino, entendido como lo no-manifestado, el espacio en el que tiene lugar cualquier forma, el espacio que atestigua el mundo, siendo yo todo lo que aparece en él y no siendo nada de eso a la vez. El espacio del Ser.
Ambas dimensiones son necesarias, se entrelazan en una sutil danza. Cómo podríamos sentirnos completos sólo a través del mundo y sus formas efímeras, dando la espalda a nuestra propia profundidad, al Ser que somos…Y cómo vivir sólo en lo trascendente, ignorando mi cuerpo, emociones, pensamientos, mi situación de vida y todo lo que se manifiesta de forma física y concreta en el mundo.
Sostengamos entonces nuestras identidades,… pero con la ligereza delicada con la que sostendríamos una mariposa que se posa por un instante en nuestro dedo.
Natividad Menéndez